
En el crepúsculo de un atardecer dorado, Juan se sienta en el banco del parque donde solía pasar sus tardes de infancia. En su mano, un viejo Game Boy que aún conserva, aunque los botones estén desgastados y la pantalla haya perdido un poco de su brillo.
Cerrando los ojos, los recuerdos lo envuelven como una cálida brisa estival, llevándolo a un tiempo en que la vida parecía un juego interminable.
Hace casi treinta años, él y sus amigos solían reunirse en ese mismo parque, sus risas llenando el aire mientras intercambiaban cartuchos y secretos sobre cómo vencer al próximo gimnasio en Pokémon.
Merendar era un ritual, los bocadillos y zumos compartidos eran más sabrosos bajo el hechizo de las aventuras de Ash y Pikachu que veían en una televisión portátil, sus ojos brillando con el reflejo de aquellas batallas épicas.
Cada pulsación en los botones del Game Boy era un latido más de sus corazones jóvenes, vibrantes y llenos de sueños.
Cada tarde, el parque se convertía en un reino fantástico donde las preocupaciones no existían y el tiempo se estiraba como chicle, prometiendo que el mañana siempre traería nuevas aventuras.
Pero el tiempo, ese viejo ladrón de momentos, ha pasado en un suspiro. Juan abre los ojos y observa el parque. Los bancos están vacíos y el eco de las risas de antaño ha sido reemplazado por el silencio interrumpido ocasionalmente por el zumbido de un dron o el pitido de un mensaje de texto.
Los niños de hoy están absortos en sus dispositivos, aislados en mundos virtuales más sofisticados pero, a veces, tan solitarios.
La nostalgia lo embarga. Esos días de simpleza y compañía, de Pokémon y merienda, ahora parecen pertenecer a otro universo, uno al que no puede regresar, pero que atesora en lo más profundo de su ser. En medio de este torbellino de emociones, una lágrima de alegría y tristeza simultáneas se desliza por su mejilla.
Piensa en el futuro, en lo que vendrá. Las tecnologías avanzan y las formas de entretenimiento cambian, pero hay algo que espera no se pierda: el valor de la amistad, la magia de compartir momentos y la capacidad de soñar despierto.
Los jóvenes de hoy tienen en sus manos herramientas poderosas, pero también la oportunidad de reconectar con esa esencia humana que hace de cada día una aventura digna de ser vivida.
Con un suspiro, Juan guarda su Game Boy en el bolsillo. Se pone de pie, dispuesto a regresar a casa, pero no sin antes echar una última mirada al parque, agradecido por esos recuerdos que, aunque distantes, siempre serán parte de su historia.
Porque en cada rincón de su memoria, en cada pixel de su infancia, habita la alegría y la nostalgia de aquellos días dorados, de meriendas y Pokémon, de risas y sueños compartidos.
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